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Confesiones de un matón a sueldo del régimen

Maraa, 11 de agosto de 2012

Con las manos esposadas y escoltado por tres rebeldes, un hombre calvo de mediana edad entra en una sala y lo sientan en una silla de plástico. Se identifica como Ahmad Faji, miembro de una milicia shabiha, bajo las ordenes del coronel Zuher Bitar, jefe de Inteligencia de la Aviación Militar en Alepo.

“A veces me arrepentí por lo que hice, pero la mayoría de ellas no éramos conscientes de nada porque estábamos bajo los efectos de las drogas o el alcohol”,  justifica el matón alauita.

Como si se tratase de un interrogatorio policial responde a las preguntas sin titubear y sin levantar la vista al frente.

La situación resulta cómica al ver la improvisada sala del tribunal, que es el laboratorio de ciencias de un instituto, donde hay una pila de lavar en mármol que servirá de estrado al juez.

Su grupo de 25 sicarios tiene un largo historial de barbaries cometidas en la  ciudad de Alepo y la vecina Anadane.

Su banda ha violado a estudiantes universitarias; ha acuchillado hasta la muerte a decenas de opositores, y ha hecho estallar explosivos para que pareciera un atentado y responsabilizar a los “terroristas”.

“El coronel Bitar nos pagó mucho dinero por cada misión”, asegura el shabiha, antes de detallar que el grupo cobra 50.000 liras sirias (alrededor de 250 euros) por una misión normal (pegar o torturar a activistas o manifestantes) y el doble cuando se trata de hacer estallar explosivos”, relata sin perder la compostura este sicario con total parsimonia.

Una vez, su grupo plantó explosivos en un parque público de Alepo en la madrugada y llamaron a la televisión pro-régimen Al Dunia “para que grabara lo que hacíamos y dijesen que era obra de terroristas”.

“Los jueves por la noche nos traía botellas de Vodka y Whisky, que mezclábamos con  anfetaminas y otras drogas, y nos pasábamos así toda la noche para estar preparados para las manifestaciones del viernes”, explica el matón.

Totalmente drogados, los shabihas cogían cuchillos  y palos y “subíamos a las pick up negras, conduciendo a todo gas, y  atacábamos las manifestaciones y  golpeábamos como locos a los manifestantes”, relata sin obviar detalle.

El criminal confiesa que atacaron una protesta de estudiantes de la Universidad de Alepo, “secuestramos a seis chicas y las violamos de camino a los servicios de Inteligencia”.

Saij no tiene miedo del castigo que recibirá: “tengo las manos manchadas de sangre y el Islam castiga a los asesinos”.

El instituto público de Maraa, norte de Alepo, se ha transformado en la prisión más grande de toda la provincia de Alepo. Desde que comenzaron los combates  por el control de Alepo 20 de julio de 2012, alrededor de 170 prisioneros de guerra, -el sesenta por ciento son shabihas y el resto policías y militares-,  han sido trasladados a este centro “penitenciario”, controlado por el comité militar rebelde de Maraa. Los reclusos están hacinados en dos aulas, cuyas puertas han sido sustituidas por rejas. “Aquí tratamos a todos por igual, con el respeto que se merecen los presos. Ahora es ramadán y no comen hasta la ruptura del ayuno”, explica Abu Hatib, director de la prisión, con un tono de poco convencimiento.

“Sacamos a los prisioneros al patio dos veces al día, por un periodo de tiempo de 45 minutos, cada una de las veces y les damos a los reclusos lecciones de reeducación y reinserción social para cuando salgan de la cárcel”, continua Abu Hatib, ante la mirada atónita de esta periodista.

Como se trata de una prisión muy reciente, los prisioneros han sido encarcelados sin un juicio previo, pero el director del penal asegura que están organizando una sala del tribunal penal con abogados y jueces “civiles”. “Aquí no juzgamos a nadie bajo las leyes de la Sharia; no somos islamistas”, increpa Abu Hatib, que ya ha tenido alguna que otra situación incómoda con periodistas extranjeros.

El director nos permite acercarnos a una de las celdas donde están encerrados los shabihas. En un aula donde han cambiado la puerta por una reja, hay medio centenar de prisioneros hacinados en el suelo.  Nerviosos por la presencia de la periodista algunos reclusos intentan taparse la cara con los brazos o con lo que pueden para no ser reconocidos en las fotografías.

Sin entrar dentro de la celda, Abu Hatib llama a uno de los presos para que se acerque y le obliga a levantarse la camiseta.

En el pecho y en la espalda lleva tatuado de derecha a izquierda el busto del jeque Hasan Nasrala, en el centro al “rais” Bashar Asad y el de Ayatolá Jamenei. La espalda la lleva cubierta con insignias del régimen, nombres en árabe, entre ellos el Partido de Dios (Hizbulá) y dos leones que representan a Hafez y Bashar Asad.

“Recibí mucho dinero del gobierno. He trabajado durante 20 días en diferentes áreas de Alepo”, responde escuetamente el prisionero, antes de agregar que “me hice shabiha porque soy alauita, y cuantos más perros sunís mate me recompensarán con un lugar mejor en el Paraíso”.

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