Los insurgentes empeñan joyas o venden tierras para conseguir municiones.

Sermin, 25 de marzo de 2012

La penúltima ciudad rebelde de Idlib espera con desasosiego el próximo ataque de las fuerzas de Bashar al Asad. No son tambores de guerra que se escuchan en la lejanía, sino el traqueteo de las cadenas de los blindados que se aproximan a la localidad de Sermin, con 22.000 habitantes.

El teniente Bilal Habir, jefe de la unidad del Ejército Libre de Siria (ELS) del norte de la provincia de Idlib, asegura que hay “cuarenta tanques” a dos kilómetros al este de esta localidad, y “setenta” a sólo “cuatro kilómetros” de la vecina Binnish, de 30.000 habitantes. Por un tiempo limitado, los soldados del ELS han tomado como cuartel una escuela pública que permanece cerrada desde el principio de las revueltas. Algunas de sus aulas las han convertido en barracones donde duermen los reclutas. Lo que parece el despacho del director de la escuela es ahora la oficina del teniente Habir. En otra habitación dos militares se encargan de registrar a los nuevos reclutas que reciben una acreditación falsa del Ejército Libre.

El jefe local del ELS no quiere dar información sobre el número de soldados que tiene a su mando ni el tiempo que permanecerán en la escuela.  Tampoco revela cual será su estrategia para repeler a las tropas del régimen ante la nueva ofensiva que está por venir. “Podría ser en cuestión de días”, advierte el militar rebelde, que asegura que se defenderán “con la ayuda de Dios”.

Estos soldados que solo disponen de AK-47 y prismáticos para observar el movimiento de las tropas enemigas muestran su entereza como combatientes y están dispuestos a morir por un futuro mejor para sus hijos. La mayoría solo han hecho el servicio militar por lo que no cuentan entre sus filas con muchos militares con experiencia.

Se respira un aire enrarecido en las desérticas calles de esta castigada localidad, que ya sufrido tres incursiones del régimen.

Los que aún no se han marchado dicen que resistirán, no sólo los hombres sino también las mujeres y los niños.

En estos días hay mucho movimiento de rebeldes que compran AK-47 y municiones en la casa de Nasim, un traficante que suministra armas al Ejército Libre, en la ciudad de Binnish, a unos cinco kilómetros de distancia. “Los soldados del propio ejército sirio o las fuerzas de seguridad me venden las armas a 2000 dólares y yo las revendo por 2500 dólares a los desertores”, explica Nasim, de enorme barriga y voz chillona.

Abu Halid, padre de tres hermosas niñas y un bebe que nacerá en tres meses,  nos acoge en su casa para descansar y tomar un tentempié. Es costumbre entre los sirios beber primero una sorbo de café muy cargado y amargo como la hiel, y después un vaso de té muy azucarado. El rebelde confiesa que “no hay equilibrio” entre las tropas de Bashar al Asad y el Ejército Libre, pero ellos (los soldados desertores) cuentan con un arma más potente que la artillería pesada del régimen “su fuerte determinación” para derrocar al régimen. “Si nosotros morimos combatiendo vendrán nuevos reclutas que seguirán luchando hasta que caiga Bashar”, manifiesta con rotundidad.

Abu Halid ha tenido que empeñar las joyas de su esposa para adquirir municiones para su kalashnikov por un valor de entre 4 y 5 dólares cada una.

También su cuñado vendió unas tierras para adquirir una AK-47 y un par de estufas de fuel y unos colchones para comprar las municiones.

Zoraya, la esposa de Abu Halid, viene a conocerme y me invita a la habitación de las mujeres. Un sencillo cuarto con una alfombra en suelo y sobre ella unos colchones con almohadas, donde se sientan su madre, Amira, de 60 años, su hermana, Aisha, de 25, y todo el tropel de niños.

Amira está orgullosa de que sus hijas sean tan fértiles como ella que parió 13 hijo, y con la corta edad que tiene las dos ya le han dado 9 nietos y otra niña viene de camino.

Zoraya apoya abiertamente la revolución y asegura que hará todo lo que esté en sus mano para ayudar a su marido, que se ha unido al Ejército Libre,  y no le falten municiones “aunque tenga que empeñar todo su ajuar y los muebles de la casa”.

“Antes vivíamos tranquilos, Bashar era un buen hombre, pero desde el momento que mató al primer manifestante manchó sus manos de sangre para siempre. El pueblo sirio nunca lo perdonará”, sentencia Amira, mientras mira el canal qatarí Al Jazeera que muestra imágenes de bombardeos en la sitiada ciudad de Idlid.

Zoraya prepara una narguila (pipa de agua) que compartimos, mientras tomamos unas tazas de té muy azucarado.

“La sangre de los sirios no vale nada. La comunidad internacional no está haciendo nada para detener esta masacre” recrimina Zoraya que acaricia su vientre hinchado.

Tras sus palabras se crea un silencio incómodo que se rompe cuando dos de las niñas se ponen a corretear por el cuarto haciendo naderías para llamar la atención de los mayores.

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