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La eterna guerra de Somalia

Mogadiscio, 18 de octubre de 2007

La mirada imperturbable de Farheya Ahmad resume 16 años de guerra civil, de decenas de miles de muertos inocentes, de innumerables gritos enmudecidos e incontables lágrimas secas. Farheya, cuyo nombre significa felicidad, dice tener 32 años, pero parece que las arrugas marcadas en su rostro se le hayan adelantado en el tiempo. Esta somalí se ha casado dos veces y  ha tenido cinco hijos, (tres con su primer marido, uno de ellos murió, y dos con el segundo).  Farheya vive con su hija Basma, de seis años, y el pequeño Said, de año y medio, en una modesta vivienda sin electricidad ni agua corriente, en el mercado de Bakara, al sur de Mogadiscio. De su primer matrimonio, que duró cinco años, sólo conserva el amargo sabor de la injusticia de la guerra civil. Ella pertenece a la familia Abdi Qeybdid, un sub-clan de los hawie -el más poderoso de Somalia, que controla el 25 por ciento de la población-, mientras que Basmar, su primer esposo, es del clan darod (el 20% de la población). La organización social en Somalia se basa en el sistema tribal; no se nace somalí, sino miembro de un clan. Los hawie ocupan gran parte del centro-norte del país y zonas del suroeste de Etiopía y del norte de Kenia. Los ishaak (22%) y los dir viven en Somaliland, autoproclamada  república independiente, y  los darod ocupan Puntland y una franja de Somaliland.

El odio fraticida entre tribus, clanes, sub-clanes y familias desembocó en una larga guerra a principios de los años noventa. Desde que el presidente Mohamed Siad Barré fue derrocado, en enero de 1991, Somalia vive en un caos permanente, en medio de luchas entre los clanes, liderados por los “señores de la guerra” que se han disputado el control de las regiones y ciudades desde entonces. Durante estos agitados 16 años ha sido imposible implantar un gobierno central en Mogadiscio. En enero de 2005 se constituyó el actual Gobierno Federal de Transición (GFT), cuyo presidente, Abdulahi Yusuf Ahmed, es del clan de los darod y el primer ministro, Ali Mohammed Gedi, de los hawie. El nuevo Gabinete se instaló primero en Baiboa, a 245 kilómetros al noroeste de la capital, hasta que en enero de 2007 consiguió recuperar el control de Mogadiscio con la ayuda del Ejército etíope, tras expulsar de la capital el 28 de diciembre a la Unión de Cortes Islámicas (UCI).

Como otras tantas víctimas inocentes, Farheya sufre la violencia imperante en el país. A su padre lo mataron en 1992 y a dos de sus hermanos en 1995. “No se porqué asesinaron a mi padre y a mis hermanos. Aquí todo el mundo tiene un kalashnikov y las familias se pelean entre sí. Esta es nuestra vida”, dice resignada  Farheya, mientras mira con dulzura a los ojos de su hijo pequeño, al que sostiene sobre el regazo.

Los familiares de su primer marido los obligaron a divorciarse. “Los hermanos de Basmar me amenazaron y  después me pegaron por ser una hawie”, recuerda con rabia. “Nos marchamos a Ogaden (región fronteriza con Etiopía), pero era tanta la presión que ejercía su familia sobre él que me exigió el divorcio. Basmar se llevó a dos de mis hijos con él y yo me quedé con el bebé,  porque aún era demasiado pequeño y  estaba muy enfermo”, relata. Y añade: “estábamos en guerra, los hospitales estaban colapsados y no había medicinas, por eso mi hijo murió”.

Por aquel entonces, Farheya se fue a vivir a Somaliland. “Aquellos fueron tiempos muy difíciles para mí,  estaba completamente sola hasta que conocí a mi segundo marido”, explica. Farheya y  Mohamed Abdulahi se casaron en el año 2000 y regresaron a Mogadiscio. Su marido trabajaba en la exportación de aleta de tiburón, viajaba mucho -Kenia, Dubai, Australia- y a penas se veían. “Nos encontrábamos en Yibuti o Etiopía cuando el regresaba de sus viajes.  Él no quería volver a Mogadiscio, porque había mucha inseguridad”.

El marido de Farheya se marchó a vivir definitivamente a Australia hace dos años y se casó allí con otra una mujer de Etiopía. Aún no conoce a su hijo Said. Abdulahi le manda a Farheya 200 dólares cada dos meses, cantidad que según ella “no es suficiente” para cubrir los gastos del alquiler de la casa, de manutención y el colegio de Basma.

Sin instituciones públicas que la regulen y con una tasa de analfabetismo cercana al 80%, la enseñanza en Somalia es exclusivamente privada y supone un gasto de 10 dólares mensuales para cada alumno.

Afortunadamente, Farheya recibe un extra de otros 100 dólares mensuales que le envía un hermano que reside en Roma. Como la inmensa mayoría de los somalíes que viven en este país sin Estado, depende de los ingresos de los familiares en el exterior. Muchos se han visto obligados a abandonarlo por culpa de la inestabilidad política y la violencia. La mayoría han emigrado de forma ilegal a Europa, principalmente a Italia e Inglaterra. Un viaje peligroso que por cerca de 3000 dólares ni siquiera les garantiza la llegada a su destino. Farheya perdió a uno de sus primos cuando en una embarcación ilegal intentó cruzar el Golfo de Aden para arribar a las costas de Yemen.

Farheya confía en que sus hijos tendrán por fin un Estado. “La esperanza es lo último que pierde un somalí, aunque a veces a una se le agota la paciencia de esperar a que se produzca ese cambio que nunca llega”, reconoce.

Esta somalí no cree en el Gobierno de Transición, considera que es “muy débil y corrupto” y  no podrá contener por mucho tiempo a las milicias islamistas, que se han retirado al sur del país acorraladas por las tropas etíopes.

Tras los enfrentamientos con los “señores de la guerra”, que en pocos meses ocasionaron más de 350 muertos, los tribunales islámicos gobernaron Mogadiscio durante seis meses, en los que dieron estabilidad y seguridad a la calles de la capital, pero también condenaron a la población al ostracismo. Los islamistas intentaron implantar en Mogadiscio un régimen “talibán”, recortando al máximo las libertades individuales. Durante su corto reinado prohibieron el cine, la música, el fútbol  deporte y el consumo del “khat”, una planta con efectos estimulantes, que consume la mayoría de la población adulta.

Somalia se encuentra sin Fuerzas Armadas como tales desde 1991 y las guerrillas son las que han controlado el país desde entonces. Para luchar contra las Cortes Islámicas, el Gobierno Federal de Transición contó con la ayuda del Ejército etíope, el eterno enemigo, que el pasado 23 de enero comenzó a retirarse del país vecino, tal y como había prometido el primer ministro de Etiopía, Meles Zenawi. Sin embargo, la retirada de los primeros 700 soldados etíopes no aplaca a los milicianos islamistas, que siguen atacando con fuego de mortero los controles militares. Ahora las fuerzas de paz de la Unión Africana (UA) deberán reemplazar a las tropas etíopes con nueve batallones que intentarán ayudar a estabilizar el país. No será fácil, los primeros soldados que han llegado a la capital han sido recibidos con manifestaciones de protesta por parte de la población  y ataques de grupos de insurgentes.

El inexperto Gobierno del presidente somalí, Abdulahi Yusuf, se enfrenta a un gran desafío para llevar la paz y la seguridad a esta nación del cuerno de África.

 

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