DIEGO IBARRA SÁNCHEZ

Guantánamo: “el infierno en la tierra”

Sirobi, 20 de septiembre de 2011

Sus gestos son retraídos; su mirada, esquiva. Han pasado casi tres años y medio desde que Ezadullah Nasrat Yar salió de la prisión de Guantánamo y, aún, cada poro de su piel exhala temor.

“Es el infierno en la tierra. Los seres humanos somos animales sociales y tenemos que interactuar con otros, escuchar algo, ver algo, comer una buena comida, tener una conversación agradable… Y fue el tipo de cosas de las que nos privaron. En Guantánamo, lo único que podíamos ver eran soldados americanos, interrogatorios, traductores y torturas”, evoca con voz ahogada, como si necesitara tomar aire en cada palabra.

Ahora tiene 41 años, pero parece que, de repente, se hubiera echado encima un montón de años. Su rostro ajado se marca aún más por la intensa luz del mediodía, que entra directa por los ventanales de la estancia.

La tranquilidad que se respira contrasta con el espíritu turbado de Ezadullah. “No puedo recuperar la normalidad. Me robaron una parte de mi vida en Guantánamo y, ahora, soy la sombra del hombre que fui. No he podido volver a trabajar desde entonces”, asiente, con amargura, apretando el puño para contenerse.

Antes de ser detenido por las fuerzas estadounidenses, en marzo del 2003, Ezadullah trabajaba como representante para el Gobierno afgano en el proceso DDR (Desarme, Desmovilización y Reintegración) de la ONU. “Yo era una persona muy influyente en Sirobi (70 km al este de Kabul, en la provincia de Nangharhar) y, por eso, me eligieron para este cargo. El Gobierno me pagaba una buena remuneración. Tenía 50 personas a mi cargo, a quienes les pagaba el salario, y recogíamos armas de diferentes personas. Yo guardaba las armas y municiones en mi casa, y estaba esperando a que el Gobierno viniera para entregárselas”, explica el ex prisionero de Guantánamo.

Ezadullah estaba preparando sus abluciones para la oración del Magreb (anochecer) cuando unos soldados estadounidenses y afganos allanaron su vivienda, se incautaron de las armas y el dinero, y se lo llevaron. “Durante el registro de mi casa los soldados se llevaron también todas las cosas de valor que tenía”, apunta.

“No sé porque fui arrestado, bajo qué cargos. No tuve opción de que mi proceso fuera revisado por ninguna organización de derechos humanos”, exclama Ezadullah, que fue acusado de posesión ilícita de armas y dinero y de tener lazos con grupos “terroristas”. “Me detuvieron por ser miembro de Hizb-i-Islami y por tener algún contacto con los talibanes”, declara, antes de explicar que Hizb-i-Islami es el partido político religioso más importante de Afganistán y la organización yihadista más grande, apoyada por EEUU durante la ocupación soviética, y a la cual le proveían recursos económicos, logísticos y armamentísticos.

Antes de ser transferido a Guantánamo, estuvo primero, un mes, en la prisión kabulí de Pol-e-Charki y, después, 18 días en Bagram. “Me afeitaron la barba y me dijeron que me iban a llevar a Guantánamo. Me sacaron de noche de la celda, me ataron las manos y me cubrieron la cabeza con una capucha negra. Luego me trasladaron en un furgón y me subieron a un avión. Creo que alrededor de 30 personas más viajaban conmigo”.

Su padre, Nasratullah, de 77 años, también fue arrestado, un mes y medio después que él, bajo la misma acusación, y estuvo preso tres años en el campo de detención de EEUU Nasratullah era un prominente comandante mujahidin de Hiz-i-Islami y, en los noventa,  quedó hemipléjico a causa de una enfermedad que degeneró en los años que estuvo en Guantánamo, y perdió totalmente la movilidad de su cuerpo.

Ezadullah traga saliva antes de relatar su experiencia en el campo de prisioneros estadounidense en Cuba. “Bajamos del avión con la cabeza tapada y las manos esposadas y, al llegar a la base de Guantánamo, nos hicieron desnudarnos y ponernos el mono de color naranja”.

Luego lo llevaron a una celda de aislamiento y lo dejaron allí un mes. “Todo ese tiempo estuve solo; era un bloque entero lleno de celdas de aislamiento y en cada una había un preso. Únicamente salía de la celda para los interrogatorios. Mientras estuve aislado pensé que eran los últimos días de mi vida, pero después de un mes nos llevaron a otras celdas en otros campos. Con el tiempo vi que habían sido liberados algunos presos, y aquello me dio esperanzas de poder salir y volver a reunirme con mi familia”.

Ezadullah no recuerda exactamente cada una de las instalaciones de detención ni cuanto tiempo permaneció en ellas: “Cuando nos trasladaban de un campo a otro siempre íbamos con la capucha, así que no tengo muy clara la ubicación de cada campo. Estuve en los campos 1, 2, 4, 5 y 3. No sé porqué nos iban transfiriendo de un campo a otro, pero había diferencias entre ellos. Cuando estaba apunto de marcharme, estaban acabando de construir el campo 6, y ya habían transferido a algunos prisioneros allí. Me dijeron que la situación ahí era muy mala”.

Nasrat se queja de que en el campo 3 no le daban comida suficiente ni cepillo ni crema dental. Tampoco ropa interior para cambiarse, y no tenían un colchón para dormir. “Había otro bloque, al que llamaban Rumi -que estaba en campo 3-, donde los carceleros les quitaban la ropa a los presos y los mantenían desnudos todo el tiempo, sin dejarlos vestirse”, recuerda.

A Ezadullah jamás lo torturaron físicamente; sin embargo, en varias ocasiones vio cómo unos presos eran maltratados por soldados estadounidenses. “A veces los carceleros empujaban y les pegaban a los presos. Cuando los llevaban de la celda a la sala de interrogatorios, encapuchados y con las manos atadas en la espalda, también les pegaban en el pasillo. A veces les echaban un spray en la cara y en el cuerpo o entraban con perros para hacer el registro en las celdas y nos intimidaban con los animales”.

Nada más al acabar de describir aquel horror, los ojos de Ezadullah se vuelven vidriosos. “Si el suicidio no estuviera prohibido por el islam, no solamente yo, sino cada uno de los prisioneros de Guantánamo hubiéramos pensado en más de una ocasión en suicidarnos”.

A los presos se les permitió leer el Corán, era el único libro que les dejaron tener. Todos los días era la misma rutina: “Nos despertábamos, tomábamos el desayuno, algunos dormían la siesta, otros leían el Corán, comíamos, y lo mismo: leíamos el Corán o dormíamos. Y, de vez en cuando, yo hablaba con los prisioneros que tenía a los lados, porque las celdas eran con barrotes y podíamos vernos”.

La comida fue quizás la mayor preocupación de los presidiarios. “Nos daban cordero y pollo, pero la mayoría de los presos rechazaba comerlos porque no sabíamos si habían sido sacrificados a la manera islámica”.

A Ezadullah le comunicaron que iba a ser liberado 15 días antes de salir de prisión. “Me llevaron a la sala de interrogatorios y uno de los soldados me dio un papel que decía que me habían concedido la libertad. Así me enteré”.

Estuvo dos semanas esperando para poder salir y después lo metieron en un avión de vuelta a Kabul. “Nadie se disculpó por el daño que nos causaron a mi padre y a mí. No puedo acusar a mi Gobierno por haberme vendido, porque es muy débil; es una marioneta en manos de EE. UU. En Guantánamo los afganos tuvieron que pasar por experiencias terribles. Fueron torturados, algunos murieron, pero el gobierno de Karzai no estaba en posición de hacer nada por nosotros”, declara Ezadullah.

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