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El largo camino hasta la frontera de la Siria liberada

Sermin, 18 de marzo de 2012

El tiempo fue clemente con nosotros. Después de tres días de intenso aguacero, la noche era clara y estrellada. Un taxista turco, que colabora con los rebeldes sirios, nos llevó hasta un refugio en medio de ninguna parte donde nos esperaban dos desconocidos para cruzarnos a Siria. El frío cortaba la piel. A penas cruzamos unas palabras con ellos. A la orden de “yala bisura” (vámonos, rápido) emprendimos el camino, en silencio, uno detrás de otro, cargados con nuestra mochila a la espalda. No se veía nada, la intuición nos guiaba…Anduvimos campo a través durante más de una hora hasta llegar a la alambrada cortada por donde los traficantes entran toda clase de mercancías hacía Siria.  Habíamos cruzado al otro lado pero aún quedaba lo peor no ser interceptados por la policía siria que continuamente patrulla cerca de la frontera. Dos horas más de camino nos esperaban para llegar a las luces que se veían en el horizonte. La travesía fue realmente pesada, atravesamos lodazales, campos de siembra, siempre sin saber por donde pisábamos. En dos o tres ocasiones tuvimos que hacer un rodeo para alejarnos del camino principal que se presentaba peligroso. Con las botas y el pantalón llenos de barro llegamos a la aldea… y allí nos esperaba Abdullah.  Respiramos aliviados,  el riesgo, por el momento, había pasado.

Tras intentar sacar de las botas el barro acumulado, una mujer anciana vestida de negro riguroso con un gran pañuelo que cubre su cabeza y parte del rostro nos sirvió una deliciosa cena de cuencos ful (alubias con tomate), arroz y yogurt.  El cansancio nos superaba y no tardamos en acomodarnos en unas colchonetas en el suelo, envueltos con varias mantas para nuestro merecido descanso.

En Atmah no se percibe la guerra, esta pequeña localidad fronteriza es un privilegiada porque no sufre los racionamientos de comida ni el bloqueo de las comunicaciones. No es que el régimen sea condescendiente con sus vecinos que apoyan la revolución sino porque usan las servicios de telefonía móvil turca.

Al la mañana siguiente después de un copio desayuno -lo que caracteriza a los sirios es su generosidad desinteresada- nos ponemos en marcha de nuevo para viajar a Sermin, vecina de Idlib, capital de la provincia homónima, que cayó en manos de las fuerzas del régimen hace unos días.

Para un trayecto de 40 kilómetros tardamos tres horas. Toda la seguridad es poca. Utilizamos dos vehículos, el primero para controlar que el camino está despejado y en el segundo viajamos nosotros con un conductor. Durante todo el viaje nos acompañan canciones revolucionarias de Ibrahim Qashush, mártir de la revolución, y de Abd Baser Sarud, por el que régimen ha ofrecido una recompensa de dos millones de libras sirias (50.000 dólares) a quien lo entregue vivo o muerto.

Este reputado cantante revolucionario, ex portero del equipo Karama, recuerda a nuestro famoso Julio Iglesias, no sólo por su pasado como futbolista profesional sino incluso su tono de voz. Cada rato nos detenemos para preguntar a algún conductor o camionero que regresa en sentido contrario.  A medida que avanzamos por la carretera se hace más evidentes las medidas defensivas para frenar el avance de las fuerzas de Bashar al Asad. Barricadas con montículos de tierra y neumáticos a los bordes de la carretera para proteger la entradas a las localidades y cada uno o dos kilómetros hay una fortificación de nido de ametralladora. Aunque Abu Khaled, el conductor, nos tranquilice con “mafish mushkila” (no hay problema) su mirada trasmite inquietud.

Finalmente llegamos a Sermin, que ha sido atacada tres veces por las fuerzas de Asad. La ultima incursión del ejército sirio fue el 27 de febrero.

Tanques y tropas de asalto entraron en la ciudad y atacaron con morteros y artillería una veintena de edificios,  docenas de negocios y mataron a 14 personas, entre ellas un niño de cuatro años llamado Iyaz.  La operación en la ciudad comenzó a las siete de la mañana y terminó a las cuatro de la tarde.

Era medio día, Hadiya, la madre de Iyaz, estaba en la cocina preparando la comida. El pequeño y su hermano de seis años se acercaron a la ventana para ver los tanques apostados en la calle. Un proyectil cayó cerca de la casa, Iyaz abrió la ventana y la metralla lo mató. Hadiya con el retrato de su pequeño entre los brazos se deshace en sollozos cuando intenta narrar lo que le ocurrió aquel fatídico 27 de febrero.

“A mi pequeño lo asesinó Bashar. Cuando una madre entierra a su hijo es como si ya estuviera muerta. Estoy dispuesta a dar mi vida por la revolución”, asiente Hadiya, con lágrimas en los ojos.

Aquel día también perdió la vida Maser, de 35 años y padre de tres hijos. Su hermano Abdu nos cuenta que estaban todos durmiendo cuando unos militares entraron a la fuerza y tras registrar la casa mataron a su hermano y después robaron las cosas de valor.

Sermin parece una ciudad desierta. Las calles están semivacías. Edificios destrozados por la artillería del régimen reflejan la fiereza del último ataque. Muchos comercios han tenido que cerrar porque se acabaron las existencias. Los vehículos apenas pueden circular porque no hay gasolina ni diesel para llenar los depósitos. Pero los ánimos no decaen y todas las noches después de la oración del atardecer, decenas de jóvenes se concentran en el centro de la ciudad para protestar contra el régimen. “El pueblo quiere que se marche Bashar”, “Somos mártires de la revolución”,  corean los manifestantes, ondeando la bandera revolucionaria de color verde, blanca y negra.

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