Convivencia interreligiosa y cultural en un Líbano dividido

Beirut, 12 de mayo de 2008

Poder encontrarse con los profundos ojos negros de Dana y su enorme sonrisa que irradia felicidad en medio de este desdichado Líbano, donde la mala suerte parece haber enraizado, es la mejor recompensa.  El santanderino Manuel Álvarez, de 35 años, acaba de casarse con Dana Jaber, una libanesa chiita de 27 años de la localidad sureña de Nabatiye.  Al principio,  los padres de ella, Hassan y Wafa, se extrañaron al  ver que su hija se había enamorado de un extranjero. Pero, con el tiempo, asegura Dana, “fueron conociéndole más  y les gustó muchísimo”.  “Mis padres son primos y, seguramente, hubieran preferido que su primera hija se casara con algún miembro de la familia, continúa. “Pero ellos me educaron en la libertad de poder elegir y respetaron mi decisión”, agrega.

Manuel tuvo que convertirse al Islam para contraer matrimonio, y tanto para él como para su mujer “ha sido un puro trámite”, asegura. “Yo quiero a Dana y lo he hecho por respeto a ella y a su familia”, puntualiza.  Divertido, nos explica que cuando fue a conocer al sheij (autoridad religiosa) , éste le preguntó: “Manuel, ¿tú quieres a Dana? Pues para mí ya eres musulmán. Eso sí, cuando vayas a España no te olvides de comprarme una caja de vino”.

Su boda simboliza el acercamiento entre culturas y una verdadera muestra de convivencia entre las diferentes confesiones del Líbano, ya que entre los invitados había tanto musulmanes –chiíes y suníes- como cristianos –católicos, ortodoxos y maronitas-. Un ejemplo a seguir por los dirigentes libaneses, incapaces de sentarse a dialogar para acabar con la crisis política que mantiene bloqueadas las instituciones del país desde que la oposición prosiria, en noviembre de 2006, retiró del Gabinete de Fuad Siniora a sus seis ministros chiís para exigir un gobierno de unidad nacional.  La crisis actual se  ha visto agravada por el vacío de poder que ha dejado el ex presidente Emile Lahud.  Desde que finalizó su mandato el 25 de noviembre, el  Parlamento libanés ha sido incapaz, con 17 ocasiones frustradas, de llegar a un acuerdo para elegir a un nuevo jefe de Estado.

Manuel estaba trabajando en Beirut cuando conoció a Dana en una agencia de viajes en octubre de 2005 y nos cuenta que se enamoró de ella nada más verla. “Al entrar en el local me miró y me temblaron las piernas. Entonces, dije para mis adentros: esa mujer tiene que ser para mí”. Y no sólo por su irresistible belleza, sino también por su rebosante vitalidad. Dana pertenece a esa generación de libaneses que creció bajo las bombas, la violencia y el odio engendrado durante 15 años de guerra civil. Quizás, por este motivo vive cada día como si fuera el primero del resto de su vida.

A Dana no le gusta rememorar aquellos años. Cuando está con su hermana menor Wafa intenta a toda costa no hablar de su niñez, porque se pone triste. “Mi hermana y yo nos escondíamos en el armario para no escuchar el estallido de las bombas”,  recuerda, mientras explica que tuvieron que cambiar cinco veces de domicilio: “Primero nos fuimos a vivir a las montañas en Aley, pero nuestra casa fue destruida durante los bombardeos en 1985. ¡Lo perdimos todo! Entonces, nos fuimos a Beirut y cambiamos varias veces de casa hasta instalarnos definitivamente en el barrio Zkak Blat, cerca de la torre Mur –el principal rascacielos de Beirut oeste, que fue el cuartel general del grupo chiita Amal durante la guerra.

Manuel  no ha vivido mucho tiempo en el Líbano, pero ha conocido de cerca la difícil situación que atraviesa el país, pues ha sido testigo del atentado contra el ex primer ministro Rafic Hariri, el 14 de febrero de 2005, y de su efecto desestabilizador. Desde el magnicidio de Hariri, el país de los Cedros no ha dejado de desangrarse. Una cadena de atentados contra personalidades políticas antisirias ha socavado los frágiles cimientos que han sostenido al país después del conflicto civil.

Este santanderino ha sentido de forma especial la guerra entre la milicia chií Hizbulá y el Ejército israelí durante el verano de 2007, ya que su nueva familia ha sufrido sus devastadoras consecuencias. Las ayudas internacionales que recibió el Gobierno para la reconstrucción del país no han llegado a los suburbios del sur de Beirut ni a las localidades de sureñas del Líbano.  La reconstrucción la han pagado íntegramente Qatar e Irán.  Dana, sin ser simpatizante de Hizbulá, denuncia como chií que se está cometiendo una injusticia contra una parte de la sociedad libanesa. “Dahia (bastión de la milicia chiita) es diferente. Ahora está vacío. Mucha gente se ha marchado a vivir a otros barrios de Beirut porque allí siempre hay cortes de luz y de agua”.  “El Gobierno está marginando a todos los chiíes y esto ha provocado un sentimiento de rencor que divide más a la sociedad”, advierte.

Muchos libaneses consideran que Hizbulá es ahora más fuerte que antes, y por ese motivo temen a una nueva guerra con Israel. Especialmente, ahora, después de que el  líder Hassan Nasrala instara a sus seguidores a responder a las provocaciones del “enemigo” israelí, a quien responsabiliza del atentado contra su “número dos”, Imad Mughniyah, el pasado 13 de febrero en Damasco.

¡Dios no lo quiera!, invoca Dana, “pero es nuestro destino”.  “La gente está harta de vivir asustada. Nunca sabes cuándo habrá una guerra, una bomba o un atentado”, denuncia.

“Como madre, que seré algún día, quiero que mis hijos crezcan en un ambiente de paz y estabilidad”. Pero los deseos de Dana están muy lejos de hacerse realidad. Por eso, muchos jóvenes están abandonando el Líbano ante el futuro incierto.

El camino hacia la reconciliación nacional es cada vez más largo de recorrer. El frágil Gobierno libanés, enfrascado en discusiones eternas por las grandes diferencias que separan a las dos coaliciones parlamentarias, las Fuerzas del 14 de Marzo, la mayoría antisiria,  y las del 9 de Marzo, la oposición prosiria, ha desencantado a la población y le ha hecho perder las pocas esperanzas en sus líderes políticos.  El Líbano ha perdido su última oportunidad  para resolver la  crisis política, al rechazar la invitación de Siria a participar en la Cumbre Árabe que se ha celebrado en Damasco los días 29 y 30 de marzo.

“El país necesita sangre nueva para romper con la oligarquía política”, dice en referencia a Saad, el hijo del ex primer ministro Hariri, que junto con el ex presidente Amin Gemayel, padre del ex ministro de Industria asesinado, Pierre, el  ultraderechista Samir Geagea y el líder druso, Walid Jumblat, se reparten todo el pastel.

La primavera ha llegado a Beirut y nada ha cambiado. Las tanquetas y puestos de control militar siguen en las principales calles de la ciudad. Los seguidores de Hizbulá y su aliado cristiano el general Michel Aoún siguen acampados frente al gran Serrallo, el palacio del Gobierno.

Los lujosos restaurantes y comercios del corazón de Beirut están vacios. Y el ex primer ministro Hariri está más presente que nunca: junto al elegante hotel Saint George y  frente a unos edificios en ruinas, destrozados por la guerra civil, se ha levantado una estatua a tamaño natural de Hariri, en el lugar exacto donde se produjo el brutal atentado que acabó con su vida y con la de otras 22 personas hace ya más de tres años.

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